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PRIMER ESCRITO

“Por Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Efesios 2,18)

 

 

Este lema que hemos puesto quiere iluminar todo esta tarea que proponemos. En él se nos dice que la obra de Jesús, darnos el rostro del Padre y todo lo que Él ha visto, oído, recibido del Padre es para todo los hombres. Él nos ha dado el Espíritu Santo para que cada uno sea protagonista en esa obra.

 

  • El hombre concreto, el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión

 

“Vayamos a su encuentro que para eso he salido” dijo Jesús a sus discípulos convocándolos a ir hacia otras ciudades a anunciar la Buena Noticia. Esta actitud ha marcado a la Iglesia en toda su historia, haciéndola ir al encuentro de todos los hombres en sus diversas circunstancias. Esto no siempre fue realizado valorándolas o profundizando con la luz del Espíritu, que acompaña los tiempos humanos de comprensión, lo que significa el hecho de la encarnación por parte de Dios en la naturaleza humana que implica respetar el tiempo que los hombres necesitan para entender lo que es bueno y la experiencia que permite gustar lo vivido, revisar lo realizado y abrirse hacia lo futuro.

 

Así lo manifestaba el Papa San Juan Pablo II en su primer encíclica:

 

“El hombre que conforme a la apertura interior de su espíritu y al mismo tiempo a tantas y tan diversas necesidades de su cuerpo, de su existencia temporal, escribe esta historia suya personal por medio de numerosos lazos, contactos, situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo hace desde el primer momento de su existencia sobre la tierra, desde el momento de su concepción y de su nacimiento. El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social – en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad- este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención.” (RH 14).

 

  • La Iglesia continuadora de la obra de liberación de Jesús

 

El Papa Francisco en la exhortación apostólica La Alegría del Evangelio nos dice:

 

“Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco debería entenderse como una mera suma de pequeños gestos perso­nales dirigidos a algunos individuos necesitados, lo cual podría constituir una «caridad a la carta», una serie de acciones tendentes sólo a tranquili­zar la propia conciencia. La propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que reina en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar conse­cuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El pro­yecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad que está lle­gando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).

 

El Reino que se anticipa y crece entre no­sotros lo toca todo y nos recuerda aquel prin­cipio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre». Sabemos que «la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre ». Se trata del criterio de universalidad, propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que todos los hombres se salven y su plan de sal­vación consiste en «recapitular todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: « Id por todo el mundo, anunciad la Buena Noticia a toda la creación » (Mc 16,15), porque «toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Toda la creación quiere decir también todos los aspectos de la vida humana, de manera que «la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación univer­sal. Su mandato de caridad abraza todas las dimen­siones de la existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pue­blos. Nada de lo humano le puede resultar extra­ño». La verdadera esperanza cristiana, que bus­ca el Reino escatológico, siempre genera historia.”

 

La Iglesia ha sido enviada por Jesús, el Salvador del hombre, a continuar con su obra de liberación de todo aquello que oprime al hombre concreto y le impide alabar a Dios en el Espíritu Santo, relacionarse fraternalmente con las demás personas y trabajar como administrador de los bienes materiales y espirituales dados por Dios para el desarrollo de sí mismo y del bien común.

 

Ella debe seguir anunciando la Palabra de Aquel que cuestionó los modos de pensar de los hombres de su tiempo que consideraban la discapacidad como un castigo de Dios por el pecado del hombre o de sus padres y que puso en crisis las estructuras de las comunidades de su tiempo donde las personas con discapacidad eran excluidas, desvalorizadas, tenidas como incapaces de valerse por sí mismas y de aportar algo a la sociedad, que debían esperar de la limosna de la gente lo necesario para mantenerse. Ellas eran rechazadas por no cumplir con el modelo de persona de ese momento y así no se les permitía ocupar ningún puesto importante. De esta manera quedaban encerradas en la imagen negativa que se tenía de ellas. En una palabra eran consideradas una carga social por su culpa o de sus padres, nunca por la situación en que eran ubicadas por los prejuicios negativos del  entorno.

 

La Iglesia comprendió que debía tomar partido contra todo aquello que esclaviza al hombre y  lo degrada como ser humano. Él en toda circunstancia es imagen de Dios y debe ser respetado por sí mismo en su individualidad y opciones porque todo hombre es más valioso que su manera de pensar y obrar.

 

  • Situación de las personas con discapacidad a lo largo de la historia

 

A lo largo de la historia humana, las personas con discapacidad han experimentado el rechazo y el abuso de diversos modos. Esto se concretó de modo extremo en la eliminación de los individuos con deficiencias más severas por no ser considerados seres humanos, o en la exclusión de la comunidad debido a que eran considerados diferentes, tontos, incapaces, inútiles, deficientes para vivir en medio de una organización social que tenía un modelo de persona que no permitía estas formas de ser por no ser dignas de la vida humana o una carga para la familia y el resto de la sociedad o que reconocía solamente como valiosas las personas con capacidades para producir. Así las personas con discapacidad eran valorizadas como seres humanos de menor dignidad.

 

Con el tiempo se ha podido ver que estas consideraciones mostraban la existencia en el entorno de grandes prejuicios frutos de una gran ignorancia acerca de lo que es el hombre. Esta manera de pensar llevaba a reducir su comprensión, pero generaba una gran limitación para comprender diversas formas de ser, de estructuración del pensamiento, de experimentar la vida y de comunicarse.

 

La sociedad, a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), declaró que todo hombre tiene una misma dignidad e iguales derechos y responsabilidades que ejercer, continúa excluyéndolas a pesar de los avances que se han dado en la materia: dejar de definirlos desde su discapacidad (ciegos, sordos, cojos, rengos, mudos, cortos de mentes, amentes, estúpidos, dementes, etc.) para comenzar a tener en cuenta que en primer lugar son personas como los demás seres humanos, que experimentan una discapacidad y que esta tiene una relación directa con la organización social que suele no responder a las necesidades que estas personas tienen para trasladarse, comunicarse, rehabilitarse, comprender, estudiar, trabajar, formar una familia, descansar, hacer deporte, etc. Desde esta perspectiva se fueron afirmando cada vez más sus derechos, buscando una participación con equiparación de oportunidades.

 

En este proceso lento, promovido inicialmente de manera especial por las familias de las personas con discapacidad, se exigió que estas fueran respetadas, pudieran vivir incluidas en todos los ambientes de la sociedad junto a las demás personas, se generaran las oportunidades para participar del progreso del mundo desde su particularidad a través de un proceso de habilitación y/o rehabilitación que le permitiera lograr un nivel adecuado a sus capacidades de autonomía e independencia en su propia vida y de inclusión laboral.

 

Esta trayectoria que se ha dado en el tiempo, no es algo logrado en todas las sociedades ni en grupos de un mismo país, sino que presenta desniveles no solamente en una misma comunidad en general sino también en cada uno de sus miembros.

 

En la sociedad actual en general persisten prejuicios y actitudes de rechazo que generan situaciones ofensivas e injustas hacia las personas con discapacidad.

 

En los años 70 comenzó muy fuertemente en algunos países un movimiento a favor de su valorización, de reivindicación de sus derechos y por tanto de su protagonismo. Esto se ha visto plasmado en una cantidad importante de declaraciones y de acciones de concientización a nivel internacional, que se fue a su vez asumiendo en los diversos países con mayor o menos reconocimiento en las leyes y concretando en la vida ordinaria. Este proceso si bien ha producido grandes cambios en ciertos países, no ha llegado a plasmar realmente una transformación significativa que haga concreta la equiparación de oportunidades, con todo lo que ella implica.

 

En los años 90 comenzó un fuerte movimiento social con una fuerte participación de las mismas personas con discapacidad a través de sus organizaciones y de las posibilidades brindadas por las redes sociales. Esto permitió una influencia muy grande para que las Naciones Unidas plasmaran el reconocimiento de sus derechos en una Declaración que obligara muy fuertemente a los estados miembros y diera a las personas con discapacidad un instrumento que les sirviera como medio para exigir cambios en sus países.

 

Este documento fue un gran logro del movimiento asociativo de las personas con discapacidad que reconoció de modo particular su capacidad jurídica, su capacidad de elección, su protagonismo como dueño de sus decisiones y por tanto del camino o derrotero de su vida.

 

Este documento fue la gran muestra del trabajo mancomunado de las personas con discapacidad, que hicieron pesar su dignidad, sus necesidades, su voz y que ha servido para fortalecer el trabajo que en las diversas naciones se venía gestando.

 

La Convención Internacional de los Derechos de las Personas con discapacidad de las Naciones Unidas de 2006  aumentó la creciente conciencia que las personas con discapacidad por su igual condición con las demás personas tienen derecho a una vida digna y con todas las oportunidades que los demás individuos desean para sí y la legislación les reconoce.

 

Nuestro país cuenta con una legislación muy importante en esta materia, pero lo allí planteado no llega a ser una realidad debido a que el Estado no ha cumplido con lo que la ley establece, no llevó adelante programas que provocaran un cambio de la situación de exclusión social que estas personas viven y por tanto no se destinaron los recursos económicos y humanos necesarios para este fin.

 

  • La Iglesia y su acción a favor de las personas con discapacidad en la historia: inicio de un cambio

 

La Iglesia se ha dirigido a quienes han sufrido la exclusión por diversos motivos y en particular hacia aquellos que experimentaban el abandono de su entorno a causa de las distintas caras de la enfermedad, del sufrimiento o de la pobreza y el despreció de los que se consideraban a sí mismos mejores.

 

La identificación que Jesús hizo de sí mismo con aquellas personas despreciadas (pobres, presos, desnudos, hambrientos, enfermos): “lo que hicieran al más pequeño de mis hermanos, me lo hicieron a mí” y su imagen en la cruz definida con el siervo sufriente de Isaías: “ni rostro humano tenía, parecido a un gusano, ante quien se da vuelto el rostro..”, anuncian que en todo hombre, incluso en aquel que no parece hombre a la mirada de los demás hombres, está presente la imagen de Dios, del Hijo.

 

El Apóstol San Pablo en su Primera Carta a los Corintios les dice a los que la conforman: “Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios.” (2,26-29).

 

Esto llevó a la Iglesia de los primeros siglos a comprometerse con la dignidad de cada hombre, templo del Espíritu Santo.

 

Ella se ocupó de aquellos niños y niñas con grave discapacidad que eran abandonados o directamente eliminados, provocando un cambio histórico en la manera de tratar a estas personas. Y así, a lo largo de los siglos, como fruto de los diversos dones que el Espíritu Santo siembra en los varones y mujeres, surgieron innumerables formas de responder a su dignidad y a sus necesidades, que no es el momento de detallar.

 

  • Situación de las personas con discapacidad en la vida actual de la Iglesia

 

Una simple mirada sobre la vida de la Iglesia (parroquias, colegios, movimientos, congregaciones, etc.) hace caer en cuenta de la ausencia de personas con discapacidad en ella.

Sin contar las razones personales, son variados los motivos que llevan a esto. Se podrían citar los siguientes:

 

  • La incapacidad para relacionarse con personas con discapacidad intelectual, con discapacidad auditiva o con problemas de comunicación, que presentan muchos agentes de pastoral, en especial sacerdotes y catequistas.

  • La ignorancia que se tiene sobre esta temática y los prejuicios existentes, que quieren ser solucionados con el uso de respuestas espiritualistas que indican que no es una temática que preocupa y ocupa.

  • Los problemas de accesibilidad que existen en las instalaciones religiosas. Se tiene que poder llegar al lugar a dónde se quiere ir, acceder al mismo, circular por él, comunicarse con las personas, comprender lo que se dice o expresa, utilizar todo lo que hay en ese lugar y estar seguro como lo están las demás personas.

  • La falta de compromiso con esta realidad que impide vencer las restricciones existentes para la participación de estas personas en la vida comunitaria.

  • La falta de una reflexión que cuestione los prejuicios existentes en los miembros de la comunidad y ponga en crisis las concepciones inapropiadas de ciertas épocas que se han transmitido de generación en generación y las formas de tratar a estas personas que tiene su origen en concepciones que las desvalorizan, que disminuyen su participación y su protagonismo al negar recursos humanos y materiales o no adaptados a su condición.

  • El desinterés, por parte de ciertos miembros de la Iglesia, basado en una valoración negativa de estas personas. Su exclusión de ciertas instituciones eclesiales, en particular educativas, por considerarlas incapaces o que no podían responder a los ideales allí propuestos.

  • El no cuestionamiento de ciertas estructuras organizadas para un determinado modelo de persona.

  • La no puesta en crisis de ciertas afirmaciones y actitudes que van en contra de ciertos valores propuestos por el Evangelio. Hay valores culturales transmitidos que se viven como naturales en la vida comunitaria que tapan el valor único del Evangelio (Tradiciones humanas sobre el Evangelio).

 

Diversas iniciativas históricas (congregaciones religiosas, catequesis, algunos movimientos, servicios destinados a dar respuesta a sus necesidades e iniciativas de pastoral integral, etc.), que en su momento fueron respuestas excelentes, incluso de avanzada para su época, y que mostraron el compromiso con el prójimo que estaba delante, no fueron cuestionadas posteriormente.

 

En muchos casos, lamentablemente ciertas maneras antiguas de concebir esta realidad no fue cuestionada a través de la iluminación que el mismo Evangelio propone, particularmente por la concepción espiritualista que se tenía sobre los relatos donde aparecían personas con discapacidad y por la manera de concebir esta temática.

 

Los requerimientos actuales que las personas con discapacidad y sus familias plantean deben encontrar en los miembros de la Iglesia una clara actitud de escucha. Ella debe abrirse con entusiasmo a los nuevos paradigmas que sobre esta realidad se plantean, en particular cuando responden a lo que Cristo mismo planteó al referirse al valor de la persona y la inclusión.

 

Si bien se han experimentado cambios en la vida ordinaria de la Iglesia con respecto a las personas con discapacidad, aún son muchas las que experimentan, en ciertas maneras de referirse hacia ellas o la discapacidad en la prédica, en las enseñanzas o escritos, en la organización de las comunidades cristianas y en las actitudes de muchos de sus miembros, restricciones que les impiden encontrarse con el Jesús que la Iglesia anuncia, con su Palabra, con su gracia en los sacramentos, con los demás cristianos al momento de anunciar juntos el Evangelio.

 

Es necesario que las comunidades cristianas en general y cada uno de sus miembros reconsideren su manera de pensar sobre la temática de la discapacidad: una desgracia que se sufre, un castigo que Dios envía al que ha obrado mal, algo que anula totalmente, algo que les permite desarrollarse como personas, algo que los mantiene eternamente niños o que los hace seres pasivos e incapaces, algo que los vuelve dependientes de otros o por el contrario superhéroes por vencer su desventaja, seres especiales casi angelicales que Dios envía a este mundo para que lo hagan mejor, etc. De esta manera se tiene hacia ellas una mirada piadosa por la desgracia que les ha tocado vivir o que los hace seres especiales. Para esta perspectiva el centro es la discapacidad, que destruye o levanta por sí misma y no la persona con sus decisiones, características y el entorno.

 

La dignidad de toda persona, que el Evangelio muestra aún más, exige la plena valoración de las personas con discapacidad y trabajar por su desarrollo e inclusión. Todos los modos de pensar y/o actuar sobre esta realidad a nivel eclesial deben ser reconsiderados a la luz del Evangelio de la vida y de la libertad. Los criterios que se suelen manejar en el trato con las personas con discapacidad y las estructuras eclesiales deben ser reevaluadas a fin de que sean liberadas de las restricciones que impiden que ellas tengan acceso a la Palabra de Dios, a los sacramentos, a las celebraciones y a todas las actividades y ámbitos donde los demás cristianos deciden participar.

 

El desafío de la evangelización en cada tiempo histórico es que todos los individuos gocen de lo que Cristo nos ha conseguido: “… por Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef. 2,18). El acceso libre va contra toda restricción, salvo aquella que surja de la propia naturaleza de lo que se trate. El acceso libre refiere a la autonomía: yo decido, nadie decide por mí. Por tanto todos los impedimentos o barreras, frutos de los estrechos criterios humanos, que dificultan que una persona con discapacidad acceda a los dones del Padre en el Espíritu que Jesús nos ha dado, deben ser removidos para que toda persona según su diversidad acceda a ellos y pueda ser un activo protagonista en la misión de la Iglesia.

 

En todo tiempo los cristianos están invitados a convertirse al modo de pensar de Dios y renovar su mentalidad, luchar contra el hombre viejo que va endureciendo el corazón y la manera de comprender el Evangelio. Esto los mantendrá atentos para que los valores culturales negativos de cada momento no los condicionen negativamente y limiten la acción renovadora del mensaje de Jesús que la Iglesia debe transmitir generosamente.

 

Las respuestas que con buen espíritu surgieron en un momento determinado de la Iglesia pueden volverse contra el mismo hombre a quien buscaron servir, porque han cambiado las circunstancias y la concepción sobre las personas con discapacidad y su inclusión. La concreción del amor al prójimo y el servicio a los hombres debe ser reevaluada continuamente porque siempre es actual aquello de Jesús: el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. San Pablo expresa esto mismo de la siguiente manera: “No tomen como modelo este mundo. Por el contrario transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto.” (Romanos 12,2).

 

Si esto se concreta, la Iglesia experimentará una vez más la fuerza renovadora de Aquel que rompió toda atadura, que corrió la piedra que impedía que surgiera la vida. Todos experimentaremos la acción del Espíritu Santo que en Pentecostés unió a los diversos hombres en un solo espíritu para que a una voz todos alaben al Padre y aporten para el progreso del mundo para que el mismo sea un poco más hogar y no un lugar de desolación.

 

El Salmo 133 dice: “¡Qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos! Allí el Señor da su bendición, la vida para siempre”. La unión de las personas es una bendición, allí crece la vida porque los hombres se reúnen y ponen en común los dones con que Dios los ha enriquecido. Con la inclusión de las personas con discapacidad en la vida de la Iglesia se dará un paso más en el cumplimiento del deseo de Jesús: “sean uno como el Padre y Yo somos uno” (Jn.19). De esta manera se hará un aporte silencioso y concreto a la paz social, que se logra en la medida que los hombres se integran a través del respeto, del conocimiento y del esfuerzo por el bien común.

 

Como síntesis de lo dicho citamos parte del mensaje dirigido por el Papa Francisco a los participantes de un Congreso organizado por la Conferencia Episcopal Italiana (11/6/2016):

“Mucho se ha hecho en la atención pastoral de los discapacitados; hay que seguir adelante, por ejemplo reconociendo mejor su capacidad apostólica y misionera, y antes aún el valor de su «presencia» como personas, como miembros vivos del Cuerpo eclesial. En la debilidad y en la fragilidad se esconden tesoros capaces de renovar nuestras comunidades cristianas.

 

En la Iglesia, gracias a Dios, se cuenta con una difundida atención a la discapacidad en sus formas física, mental y sensorial, y una actitud de general acogida. Sin embargo, a nuestras comunidades aún les cuesta practicar una verdadera inclusión, una participación plena que al final llegue a ser ordinaria, normal. Y esto requiere no sólo técnicas y programas específicos, sino ante todo reconocimiento y acogida de los rostros, tenaz y paciente certeza que cada persona es única e irrepetible, y cada rostro que se excluye es un empobrecimiento de la comunidad.”

n Todos los cristianos han sido enriquecidos con diversidad de dones para el bien común y la edificación de la Cuerpo de Cristo, la Iglesia

 

¿Qué implica la inclusión de la que se está hablando?

 

Rápidamente se podría decir que es la plena participación en todo los ámbitos de la vida social y eclesial con equiparación de oportunidades.

 

El Concilio Vaticano II en la Constitución Lumen Gentium 7 expresa: “Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1Cor 12,12). También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia, según su riqueza y la diversidad de ministerios (1Cor 12,1-11).”.

 

San Pablo afirma: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común…” (1Cor 12,4-7)

 

Y San Pedro (1Pe 2,5) dice que todos “…cual piedras vivas, entren en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo.”.

 

Estos textos hacen referencia a la diversidad de cada uno y a su presencia activa en la construcción de la Iglesia. Desde aquí se comprende que nadie debe ser valorado de manera pasiva, como un incapaz, como si nada tuviera que aportar desde sí mismo, y que cada uno desde su particularidad, que es un don de Dios, aporta al bien común.

 

El Documento de la Santa Sede referido a las personas con discapacidad afirma que dado que la persona con discapacidad es “un sujeto con todos sus derechos, se le debe facilitar la participación en la vida de la sociedad en todas las dimensiones y a todos los niveles accesibles a sus posibilidades”. Esto mismo se debe aplicar en la vida de la Iglesia.

 

Jesús no hizo acepción de personas, todos encontraron en Él su reconocimiento como hijo de Dios y como hermanos suyos. Él en su actuar llamó claramente la atención de que nadie puede ser excluido, eligiendo especialmente a quienes eran rechazados por ser considerados inútiles…. Él rechazó toda discriminación por el motivo que fuera, incluso religioso, al identificarse con aquel leproso que tocó y que era excluido en Israel por ser considerado un pecador y sentarse a comer con los pecadores.

 

La comunidad cristiana no nace de abajo, de una alianza entre los hombres, sino que es fruto de la acción de Dios Trinidad en los creyentes: El Padre por el Hijo en el Espíritu Santo nos entrega mutuamente. De esta manera cada persona es un don para el otro. Así la Iglesia no es simple agregación, reunión o congregación, es más, es comunión de todos por el amor de Dios en los creyentes que lleva a amar como Jesús nos amó. Ella es fruto del intercambio  de la diversidad, de la individualidad, de la particularidad de cada uno a todos como don de Dios ofrecido a todos. Ella es comunión en la diversa igualdad de cada persona. El Espíritu que la anima reúne a sus miembros con los innumerables dones con que los colma para el bien de todos.

 

El deseo de Jesús es que seamos uno como el Padre y Él son uno. Él nos ha enviado a amarnos como Él nos ha amado, como amigos que se dan la vida. Esta unión es plenitud de entrega ya que los amigos viven el uno en el otro, son espacio vital mutuo. Los hombres somos invitados a admirarnos como Dios que vio que su obra era muy buena y así las personas al contemplarse se dejan mutuamente ser en la positividad y en la diferencia de su novedad que nadie puede conocer totalmente, ni uno mismo.

 

Por este motivo todas las personas sin distinción tienen que poder encontrar en la Iglesia los medios adecuados para participar en ella, en todos sus ambientes y actividades. En la Iglesia no se debe valorar a las personas como aptas y no aptas para participar en la comunidad cristiana. No se les debe exigir adecuarse a los criterios culturales que los miembros de las comunidades tienen, porque lo que rige es el criterio de la encarnación: el Hijo de Dios se ha hecho hombre para que los hombres se hagan hijos de Dios. Importa cada persona por sí misma, por ser hija de Dios, por su propia dignidad.

 

Como seguidores de Aquel que asumió la condición humana dejando de lado su condición divina, tenemos que preguntarnos si estamos dispuestos a realizar todos los ajustes necesarios para que las personas con discapacidad desde su propio actuar puedan participar en la vida de la Iglesia. Si esto no se logra la comunidad eclesial será para algunos, los que son considerados por ella capaces de responder a ciertas exigencias, pero cómo se condice esto con las enseñanzas de Jesús para las que todos los hombres son hijos de Dios, cómo se puede afirmar esto con el actuar de Jesús que anunció la Palabra a cada uno según podía comprender (Mc.4,33), etc.

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Según estas enseñanzas y este actuar, las comunidades cristianas están llamadas a comprometerse con toda persona y con su diversidad y exigirse a sí mismas transformaciones intrínsecas para que todos los bautizados puedan participar activamente en ellas y todos los hombres puedan conocer a Jesús. Así como Él cuestionó la actuación de las comunidades religiosas de su tiempo que excluían a muchos y en particular a las personas con discapacidad por sus criterios religiosos, las comunidades tienen que preguntarse si existen barreras en su interior que excluyen a estas personas o que no les permiten recibir la Palabra de Dios y los sacramentos de manera activa y fructuosa y participar junto con los demás cristianos de la vida comunitaria y ser misioneros de Jesús. También deben cuestionar su manera de pensar acerca de la realidad de la discapacidad y de quienes tienen discapacidad. Esto debe ser hecho de manera particular debido a que se tiene una tradición que ha unido continuamente la discapacidad con la enfermedad, con el sufrimiento y con la desvalorización de estas personas.

 

La inclusión debe ser total e incondicional. Para que llegue a ser una realidad en la vida cotidiana de las comunidades eclesiales, debe darse una ruptura en los sistemas organizativos que se han ido cargando de tradiciones que no han sido puestas en crisis desde la nueva manera de valorizar la realidad de las personas con discapacidad. Esta transformación debe plantearse de manera profunda, no es una cuestión superficial, como hacer rampas de acceso a los edificios. Se necesita una valoración seria de la riqueza de la diversidad de cada individuo que expulse los prejuicios negativos existentes sobre ellas.

 

Las comunidades eclesiales deberán adaptarse para dar respuestas a las necesidades de las personas con discapacidad para que ellas puedan participar activamente. Ellas mismas o sus familiares o quienes los representen deben ser consultados a fin de poder cumplir con esta tarea.

 

Las personas con discapacidad, como las demás, deben ser tenidas en cuenta tanto como objeto de los diversos emprendimientos que se dan en la vida de la Iglesia como también sujetos activos que lleven adelante los mismos. No son solamente receptores de actividades sino hacedores de las mismas. Sobre esto se refiere tan acertamente el Documento de la Santa Sede: “… se le instará a que no se reduzca a ser solamente un sujeto de derechos, habituado a gozar de los cuidados y de la solidaridad de los demás, en actitud de mera pasividad. No es solamente uno al que se le da; debe ser ayudado para que se convierta en uno que da a su vez y en la medida de todas sus propias posibilidades. Un momento importante y decisivo en su formación habrá sido logrado cuando haya adquirido conciencia de su dignidad y de sus valores y se haya dado cuenta de que se espera algo de él, y que también él puede y debe contribuir al progreso y al bien de su familia y de la comunidad. Debe tener de sí mismo una idea realística, es cierto; pero no menos positiva; haciéndose reconocer como persona en condiciones de asumir responsabilidades, capaz de querer y colaborar.”

 

Desde esta perspectiva se debe concientizar sobre la necesidad de no considerar a la discapacidad como un bloque homogéneo, sino que hay que valorar a cada persona en su particular forma de ser, fruto de sus naturales capacidades como de todo aquello que ha desarrollado gracias a su esfuerzo personal y del apoyo de su familia y amigos y de las oportunidades que el entorno le ha brindado.

 

Es importante tener en cuenta que esta temática no se encuentra encerrada en sí misma, sino que por el contrario ella está referida a las diversas dimensiones de la vida humana según la edad de la persona. Debido a esto se dice que la discapacidad es una realidad transversal. Ella toca a todas las edades y las diversas realidades humanas: la educación, la salud, el trabajo, el diseño arquitectónico tanto de las ciudades como de los edificios de uso particular como público, el deporte, la vida de familia, el tiempo libre, etc. Nadie queda excluido de tener en cuenta esta realidad al momento de llevar adelante una tarea. La misma no es solamente de algunos pocos entendidos o que han sido tocados por la misma en su propio ser o en su vida familiar. Esta es una realidad que debe ser asumida por todas las comunidades cristianas y áreas a las que se dirige la Iglesia, porque justamente las que tienen necesidades son las personas que tienen una discapacidad y esas necesidades abarcan las diversas áreas humanas como sucede con las demás personas.

 

  • Conclusión: la comunión con el Padre y de los hombres entre sí en un mismo Espíritu, la misión de Jesús y de la Iglesia

 

Habiendo escuchado el grito de los hijos de Dios con discapacidad que piden ser liberados de todo aquello que restringe su inclusión en la sociedad y en la Iglesia, le pedimos al Espíritu Santo que renueve en nosotros su gracia y nos ayude a comprometernos con su vida así como Jesús lo hizo en su tiempo.

 

Él se acercó en primer lugar hacia quienes eran excluidos para recordarles que cada uno era hijo de Dios y miembro de la gran familia humana. Se dirigió a cada uno como podía comprender. Sus palabras y sus obras enfrentaron aquellas estructuras que ofendían la dignidad de cada individuo y le impedían su plena participación. Ante Él todo hombre se experimentó renovado en todo su ser, como una nueva criatura que desde sí puede aportar para la liberación de la creación (Rom.8,19-22)

 

Al tocar al hombre con lepra, que era el discriminado por excelencia en aquel tiempo, se identificó con él y condenó toda discriminación por el motivo que fuera. Así en su persona derribó todo muro que separaba a los hombres entre sí, porque Él mismo era la paz.

 

Ante las inaceptables actitudes, estructuras y situaciones que impiden el desarrollo pleno de las personas con discapacidad en la sociedad y en la comunidad eclesial, la Comisión de para las personas con discapacidad del Arzobispado de Buenos Aires hace esta propuesta para que ellas y sus familias encuentren en la Iglesia el respeto, la comprensión y el lugar vital que todo ser humano se merece.

 

Es necesario que todas las comunidades reflexionen y actúen sobre las diversas situaciones de exclusión que puedan darse en sí mismas y en la sociedad.

 

Movidos por el Espíritu que busca liberar a los hombres de toda esclavitud interior y exterior, deseamos que se concreten oportunidades que permitan a las personas con discapacidad recibir adecuadamente los dones que Jesús ha traído para todos los hombres, y así puedan sin restricciones ser protagonistas activos junto con los demás discípulos de Jesús en la tarea evangelizadora.

 

Confiamos que esta propuesta será una nueva ocasión para que nuestra Arquidiócesis que desea crecer en actitud sinodal, viviendo la riqueza de la comunión de los hombres iguales en su dignidad y diversos en su individualidad, crezca como signo vivo de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en Quien cree y a Quien alegremente anuncia, ya que Él mismo es misterio de comunión de las Diversas Personas en el Único Ser Divino.

 

Animados por el ejemplo de la primitiva comunidad que unida en oración esperaba en Pentecostés la venida del Espíritu Santo, plenitud de la obra salvadora de Jesús en el mundo, tenemos la segura esperanza que todos los hombres nos podemos reconocer mutuamente, dialogar y comprender desde la propia manera de comunicarnos a fin de formar un solo pueblo donde cada uno encuentre su lugar y aporte para el bien común.

 

El empeño de los creyentes para que en la Iglesia y en la sociedad todo individuo experimente que encuentra oportunidades para su realización, es la ofrenda que agrada a Dios, signo del obrar silencioso del Espíritu Santo en el corazón de los hombres que provoca que las necesidades de uno sean las de todos.

SEGUNDO ESCRITO

¿Hay que pensar en una pastoral para personas con discapacidad?

“Por medio de Cristo, todos sin distinción tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu”

(Efesios 2,18)

 

Para el Papa Francisco la atención brindada a las personas con discapacidad como a los migrantes es paradigmática, porque pone “en juego cómo se vive hoy la lógica de la acogida misericordiosa y de la integración de los más frágiles” (Amoris Laetitia 47).

 

Este planteo es reflejo de lo que realizó el mismo Jesús, tal como nos muestra el Evangelio. Él se dirigió de manera especial hacia las personas con discapacidad dada su particular situación de pobreza y de exclusión social cuestionando así concepciones religiosas que excluían a ciertas personas.

 

Dado que en la comunidad eclesial a lo largo del tiempo, aunque hubo excepciones, estuvieron y están presentes ideas erradas, prejuicios y prácticas excluyentes sobre estas personas, es necesario reflexionar sobre esto y proponer una actitud inclusiva que lleve a que las mismas encuentren oportunidades de participación activa en todas las dimensiones de la vida ordinaria de la Iglesia y particularmente como protagonistas de la evangelización.

 

La expresión de la carta a los efesios “Por medio de Cristo, todos sin distinción tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu” propone y sintetiza lo que deber ser la comunidad cristiana y su relación con todos los hombres.

 

  • “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti.” (Juan 17,21)

 

El Evangelio nos muestra cómo Jesús se dirigió prioritariamente a los que en su época eran desvalorizados o excluidos social y religiosamente para que formen parte de la comunidad, del nuevo pueblo de Dios.

 

Él no hizo acepción de personas (Lc.20,21), sino que anunció su Palabra a cada uno según podía comprender (Mc.4,33), entró en contacto con ellas (Mt.8,1-4), comió con ellas (Mc.2,15), fue a su casa (Lc.19,1-10) y las recibió en la suya (Mt.9,10-13) y se identificó con las más olvidadas (Mt.25,34-40)

 

Los Hechos de los Apóstoles testimonian que el Evangelio provocó que los discípulos se preocuparan de vivir en comunión: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones… Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno. Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaban la comunidad con aquellos que debían salvarse.” (Hch.2,42-47)

 

En esta línea Pablo salió al cruce de la problemática que dividía a los primeros cristianos y el riesgo de convertirse en una secta al rechazar a los que no venían del judaísmo. Los que se reconocían “circuncisos” (judíos) excluían de los dones de Dios a los que llamaban “incircuncisos” (paganos). Aquellos, que se consideraban capaces de los dones de Dios por su circuncisión, trababan a los incircuncisos como incapaces de los mismos.

 

Él les recuerda que la salvación traída por Jesús es un don, no es por la capacidad de los hombres. Todos “han sido salvados por su gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe. Nosotros somos creación suya: fuimos creados en Cristo Jesús, a fin de realizar aquellas buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos.” (Ef. 2,8-10).

 

Se puede ver que los discípulos comprendieron que el obrar de Jesús buscó provocar la unión de todos los hombres: “Porque Cristo es nuestra paz: él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba. Así creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz destruyendo la enemistad en su persona.” (Ef.2,14-16).

 

No fue fácil para los primeros cristianos librarse de las concepciones judías negativas. Así vuelven continuamente sobre las enseñanzas y el actuar de Jesús que se opuso al sectarismo de aquellos que se consideraban más dignos o mejores que otros (Lc.18,9-14).

 

Pablo les recuerda a los Corintios que hay que tomar conciencia acerca de quiénes han sido convocados: “Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios. Por él, ustedes están unidos a Cristo Jesús, que por disposición de Dios, se convirtió para nosotros en sabiduría y justicia, en santificación y redención, a fin de que, como está escrito: "El que se gloría, que se gloríe en el Señor".” (1Cor.1,26-31)

 

Hay clara conciencia de que el Evangelio se anuncia y se muestra en la vida comunitaria, en el amor que se tengan los discípulos entre sí, en el hacerse prójimos, en el reconocimiento de todos los hombres y en la amistad que se ofrece a todo hombre (Jn.13,35).

 

  • La vida y el actuar de la Iglesia

 

La obra de la Iglesia ha sido en todos los tiempos anunciar a todos los hombres la acción salvadora y renovadora de Jesús en bien de la humanidad.

 

Ella misma fue comprendiendo cada vez más la profundidad y alcance de la Buena Nueva de Jesús gracias a la acción del Espíritu Santo en el encuentro con las diversos rostros humanos y las situaciones que enfrentan.

 

A medida que la comunidad cristiana fue creciendo en miembros y en presencia en la sociedad en diversos lugares del mundo y en reflexión, su tarea fue diferenciándose y complejizándose porque las realidades que se enfrentaban así lo requería.

 

Los Hechos de los Apóstoles dan testimonio de cómo fue necesario organizarse para responder a las necesidades de la comunidad: “En aquellos días, como el número de discípulos aumentaba, los helenistas comenzaron a murmurar contra los hebreos porque se desatendía a sus viudas en la distribución diaria de los alimentos. Entonces los Doce convocaron a todos los discípulos y les dijeron: No es justo que descuidemos el ministerio de la Palabra de Dios para ocuparnos de servir las mesas. Es preferible, hermanos, que busquen entre ustedes a siete hombres de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, y nosotros les encargaremos esta tarea. De esa manera, podremos dedicarnos a la oración y al ministerio de la Palabra” (Hch. 6,1-4)

 

Con el tiempo esta tarea se denominó “la pastoral de la Iglesia”. Ella puede comprenderse como la acción en general de la Iglesia o las diversas acciones por las cuales se anuncia y se ofrece el don de Dios a los hombres en sus diversas circunstancias.

 

Sin entrar en detalles sobre esta realidad, ya que el fin de este escrito no es hacer una historia de la pastoral de la Iglesia, se puede decir que este término se fue distinguiendo según los destinatarios, la problemática a encarar o el ámbito donde se desarrollaba (pastoral de niños, pastoral universitaria, pastoral de la salud, pastoral de los enfermos, pastoral de los trabajadores o del mundo del trabajo, pastoral educativa, pastoral familiar, pastoral juvenil, pastoral carcelaria, pastoral de las villas, pastoral militar, pastoral de las personas con discapacidad, etc.).

 

También se comenzó a hablar de una pastoral ordinaria, la que se dirige a la población en general, y de una pastoral específica, la que se destina a un individuo o ámbito particular. Este planteo que parece adecuado guarda en sí mismo una trampa porque pareciera que ocuparse de esas realidades llamadas “especiales” no fuera parte de la tarea ordinaria/diaria de la Iglesia, sino responsabilidad de algunos agentes especializados en las mismas y que debe llevarse en ámbitos diferentes a los que acceden la mayoría de los cristianos.

 

Todas las pastorales, si así se pudieran denominar, son ordinarias porque son la actividad de la Iglesia que recorre el camino de los hombres en la situación que se encuentran. No hay pastoral especial porque no hay personas especiales, a lo sumo pueden diferenciarse por el ámbito dónde se realizan (hospitales, internados, escuelas, cárceles, etc.), porque los mismos tienen características que condicionan la actividad que se va a realizar.

 

Conviene iluminar esto con el bello texto de Juan Pablo II en Redemptor Hominis: “El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social – en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad- este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio del Encarnación y de Redención.” (14).

 

Plantear que hay personas a las que solamente algunos agentes de pastoral se pueden dedicar de manera casi excluyente y fuera de los ámbitos comunes, atenta contra aquello que es propio de la Iglesia, el ser comunidad. Si se acepta esto se corre el riesgo de que la comunidad eclesial se divida en sectores cerrados, compartimentos estancos, que excluyen de la vida común a ciertas personas, cuando el gran desafío es lograr vivir en comunión, compartiendo las propias experiencias y lo que Jesús nos regala.

 

Es cierto que toda acción evangelizadora tiene que adaptarse a los destinatarios tanto en su individualidad como al contexto en que viven, pero hay que estar atentos a que algunos, que no son pocos, queden al margen de la vida ordinaria de la Iglesia y relegados a especialistas, cuando la comunidad tiene que ser capaz de incluir a todas las personas.

 

No hay que olvidar el ejemplo de la primitiva comunidad que se centraba en la vida común, en el estar unidos íntimamente, en estar juntos, en el ser prójimos. En ella los diversos dones están al servicio de la construcción de la comunidad, de la Iglesia.

 

Así Pablo, a los que ponen el acento en carismas particulares, dice en la primera carta a los Corintios (14,12): “Así ya que ustedes ambicionan tanto los dones espirituales, procuren abundar en aquellos que sirven para edificación de la comunidad.”

 

  • El actuar de Jesús y la primitiva iglesia

 

En tiempos anteriores a Jesús y contemporáneos a él muchas sociedades consideraban que las personas con deficiencias no respondían a su ideal de ser humano y, por lo tanto, no podían ser parte de la comunidad.

 

Israel, influenciado por tradiciones de otros pueblos, consideraba que estas realidades eran fruto de un castigo divino por un pecado cometido por la persona o por sus padres y por temor a recibir también un castigo por parte de Dios por mantener relación con ellos se los excluía de la comunidad.

 

A su vez se rechazaban las personas con severas enfermedades y deficiencias porque se consideraba que eran fruto del actuar de fuerzas oscuras negativas externas al hombre (los demonios, los espíritus impuros, etc.).

 

En el libro de Job apareció un planteo que no consideraba que las enfermedades y los males tuvieran un origen divino, sino que eran algo natural. Pero esta concepción no fue muy tenida en cuenta.

 

En el relato de la curación de un ciego de nacimiento los discípulos de Jesús le preguntaron acerca de quién era la responsabilidad de su deficiencia, quiénes habían pecado, él les respondió: “Ni él ni sus padres pecaron”. Por lo tanto, para Jesús la deficiencia no era un castigo divino por un pecado cometido, sino algo de la naturaleza humana. Esta enseñanza no entró en la conciencia de la comunidad cristiana ya que continuó manteniendo los prejuicios provenientes del pueblo semítico y que a su vez los trasladó a lo largo de los siglos venideros asumiendo incluso nuevas creencias negativas hacia estas personas.

 

Jesús trató a todas las personas como merecedoras de todo respeto, no hizo distinción negativa de personas, incluyó a todos rompiendo la exclusión proveniente de los prejuicios de su época y valoró a cada uno desde sí.

 

El Evangelio da testimonio de cómo Jesús cuestionó los prejuicios y estructuras sociales apoyadas en concepciones que impedían aceptar el origen natural de las deficiencias y el protagonismo de estas personas en la comunidad.

 

Las imágenes y las expresiones presentes en el Evangelio que relacionaban las deficiencias o las enfermedades con la acción de demonios o espíritus impuros y con exorcismos y milagros, no buscaban afirmar necesariamente la acción de fuerzas oscuras sobre el ser humano, sino que Jesús y los evangelistas las usaron por ser las formas de su época para referirse a dichas situaciones complejas y como medio para transmitir la obra de Dios que enfrenta todo mal, toda oscuridad, todo prejuicio que aliena a los hombres, desfigura su identidad y desarrolla estructuras o relaciones que deshumanizan y aíslan.

 

Dado que posteriormente este lenguaje fue interpretado literalmente se sostuvieron en el tiempo imágenes y consideraciones muy negativas de las deficiencias y de quienes las poseían.

 

Lamentablemente no se tuvo muy en cuenta que Jesús enseñara que Dios revela sus misterios a los pequeños (a los cortos de mentes) y los oculta a los sabios e inteligentes (los doctores de la Ley de quiénes se espera la Palabra de Dios). Desde una interpretación alegórica de la Palabra de Dios se pensó que esos pequeños eran los humildes y así se dejó de lado la fuerte contraposición planteada por Jesús entre inteligentes y cortos de mente.

 

De esta manera siguió presente la concepción de que Dios se muestra a quienes tienen ciertos méritos, ciertas actitudes positivas. No se tuvo tan en cuenta que Dios se dirige a quien Él quiere y que nadie puede considerarse merecedor o con mejores condiciones para recibir su misterio.

 

La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Jesús, se acercó a todo hombre que sufría alguna dolencia y exclusión, pero esto no implicó que se superara la perspectiva asistencialista y los prejuicios existentes.

 

  • Las respuestas de un momento que no son respuestas para el hoy

 

Con el tiempo los cristianos generaron múltiples servicios (visitas a las casas, hospitales para los pobres y enfermos en los que se recuperaron los saberes médicos de la antigüedad, asilos que permitieron su supervivencia, etc.).

 

La Iglesia invitó a dejar a los niños rechazados en los templos. Así se crearon instituciones donde poder albergarlos y con el tiempo se fue revirtiendo la costumbre del infanticidio. De esta manera los niños con deficiencias contaron con la oportunidad de desarrollarse y así estas dejaron de ser consideradas permanentes e inmutables.

 

Ellos participaban de la vida sacramental por el hecho de ser niños y así sus deficiencias no llegaban a ser percibidas por su corta edad.

 

La minusvaloración de estas personas y la concepción asistencialista de la caridad generaron actitudes de sobreprotección que afirmaron su situación de exclusión y la creación de servicios de alojamiento generalmente despersonalizantes y enajenantes aunque fueron desarrollados con el objetivo de ayudarlos a crecer.

 

Es cierto que hubo excepciones en esto, ya que fueron muchos los que practicaron el llamado “trato humanitario” que las valoraba positivamente y les ofrecía mejores condiciones de vida. Se comenzaron a rechazar las concepciones demonológicas presentes en ciertos pensamientos eclesiales.

 

En el Evangelio había elementos para considerar a estas personas como miembros plenos de la Iglesia y no reducirlas a su limitación, pero las tradiciones, que las desvalorizaban, llevaban a que se pensase que su condición les impedía estar a la par de los demás miembros de la comunidad.

 

Así estas personas lejos de ser “piedras vivas” o “constructores del templo de la Iglesia” por su propio protagonismo, lo eran por su condición especial de ser “incapaces” y por el sufrimiento que podían ofrecer por la Iglesia, que atraía la mirada de Dios.

 

Esta práctica redujo a estas personas a un lugar determinado en la sociedad donde se pensaba que se lo cuidaba de sí y del entorno. Nada se esperaba de ellas, muchos las consideraban una carga económica y afectiva para la familia y un riesgo para la sociedad.

 

La atención “novedosa”, bien intencionada y cargada de humanismo, que buscaba un trato respetuoso de la persona y su dignidad, no logró implantar la profunda liberación que Jesús anunció y provocó y que el Evangelio transmitía, pero que no era generalmente así comprendido.

 

Los avances que se lograron fueron motivados más que nada por la caridad al pobre y al sufriente que por la revalorización del sujeto con deficiencia como una persona valiosa por sí misma.

 

Los elementos que permitieron comprender mejor su problemáticas y las categorías que posibilitaron expresar lo que experimentaban tardaron en aparecer.

 

Los condicionamientos culturales, las concepciones de cada época, los prejuicios y las tradiciones eran tan fuertes que oscurecían la mirada impidiendo ver más allá de su punto de vista.

 

La tradición cultural tenía tanto peso, tanta fuerza, tanta autoridad que hacía casi imposible que se la cuestionase y aún más cuando se la relacionaba con la enseñanza divina, aunque no faltaron testimonios de nuevas consideraciones.

 

La tradición demonológica ha influenciado de tal manera la mentalidad misma de los miembros de la Iglesia que ha llevado incluso a comprender la deficiencia casi únicamente desde esta perspectiva, ocultando la novedad del Evangelio con respecto a ella.

 

En la época de la revolución industrial la capacidad productiva, como valor para ser parte activa de la sociedad, se exaltó de tal manera que aumentó la exclusión de las personas con deficiencia y creció la consideración de estas como una carga para el resto de la sociedad por ser improductivos. Esta idea se fue trasladando a lo largo del tiempo.

 

Si bien el saber científico y la reflexión permitieron nuevas maneras de considerar la deficiencia, no se logró establecer en la sociedad la valoración de la dignidad de estas personas. Se llegó a afirmar que su vida era indigna de ser vivida y por tanto descartable. Durante las primeras décadas del siglo XX se desarrolló una mentalidad de rechazo que se plasmó en prácticas organizadas de exterminio, de promoción del aborto, de leyes que impedían que estas personas contrajeran matrimonio o tuvieran hijos y de segregación en instituciones.

 

En la Iglesia se desarrolló un discurso pietista sobre su condición. Pasaron a ser los pobrecitos, los inocentes, seres especiales que Dios envía a este mundo terrible para mostrarle los verdaderos valores de la vida, seres bondadosos e incapaces de hacer el mal y  de bondad modelos para la comunidad, salvadores de la humanidad corrompida.

 

Ya que la razón de la exclusión era la deficiencia, había que superarla, hacerse capaz, para poder integrarse a la comunidad. De aquí el gran desarrollo de la rehabilitación.

 

En los años 70 se planteó que era el entorno el que discapacitaba con su falta de adecuación a los requerimientos de estas personas, el que generaba la exclusión. La falta de recursos económicos y políticas para este sector de la población era por la desvalorización que se tenía hacia estas personas.

 

Esta perspectiva en cierta manera ya estaba presente en la mirada sociológica que los profetas tenían sobre los pobres. Para ellos era la sociedad la que los excluía por ser pobres y entre estos estaban las personas con deficiencia. Esto mismo se ve en el Evangelio. En el relato del hombre poseído por un espíritu impuro (Mc.5) se ve claro que es la sociedad organizada desde ciertos valores quien lo excluye y lo aísla porque no acepta adecuarse a las exigencias del entorno. En ella hay un espíritu violento que rechaza a quien no se deja imponer una forma de ser. Ella no está dispuesta a aceptar transformar sus ideales, su estructura, para ser un lugar donde todos sean incluidos desde sí. Una sociedad para todos implica transformaciones que son consideradas un costo para aquellos que se consideran la medida de la humanidad. Ese costo está representado en la pérdida de los cerdos que implicó la expulsión de aquello que impedía la inclusión de este hombre.

 

Ciertas propuestas de participación en la misión de la Iglesia se fundaron en la unión de la deficiencia con el sufrimiento, en la consideración de ser incapaces para hacer lo que los demás hacían y así se los redujo a ofrecer su dolor como ofrenda reparadora por el mal en el mundo, como fuerza silenciosa que obra en el corazón de muchos la conversión, como sostén de los evangelizadores y su misión.

 

Esta espiritualidad fue durante mucho tiempo como casi la única manera de participación en la misión de la Iglesia partiendo de una particular comprensión de la frase de Pablo: “sufro en mi carne lo que falta a la cruz de Cristo” (Col.1,24) que interpretaba estos sufrimientos como los dolores humanos de cualquier especie, cuando aquí está haciendo referencia a las dificultades que se siguen de anuncia el Evangelio.

 

Desde esta perspectiva eran tenidos como faros que atraían la mirada de Dios por su situación desfavorable, por su deficiencia y por su sufrimiento redentor asociado a la cruz de Cristo. Así se los valoraba como una ofrenda que calmaba la ira de Dios o abría su generosidad a los hombres. Eran y son considerados como presencia del Cristo sufriente.

 

A partir de la mitad del siglo XX ciertos movimientos eclesiales plantearon que no había que identificar la deficiencia con la enfermedad, que estas personas podían participar activamente en la comunidad y en la evangelización, que  se debían generar propuestas que debían respetar la individualidad y promover la inclusión social evitando todo aislamiento.

 

En las últimas décadas del siglo XX y primeras del siglo XXI las enseñanzas pontificias y documentos de algunas conferencias episcopales trataron específicamente diversas temáticas referidas a las personas con discapacidad y se insistió en su inclusión tanto a nivel social como eclesial.

  • La inclusión de toda persona con su singularidad, una actitud a desarrollar en la vida de la Iglesia.

 

Jesús ha venido a liberar al hombre del pecado, de aquello que origina formas de pensar y de actuar y estructuras sociales que excluyen a determinadas personas desconociendo su dignidad e impidiendo su participación en todos los ámbitos de la sociedad y de la comunidad religiosa.

 

Él se ha opuesto a que se considere a ciertas personas como incapaces, imperfectas, una carga para los demás y, por tanto, su exclusión del entorno social. Cuestiona la sociedad en la que sólo se da lugar a los que son considerados capaces, mejores que los demás, más importantes que otros. Él llama a valorar a toda persona y a organizar la sociedad para que todos los individuos sean parte y dado que los seres humanos suelen tender a dejar de lado a quienes presentan debilidad, fragilidad o dificultades, llamó la atención para que en particular se dirija el actuar hacia ellas y se planifiquen las estructuras sociales y todas las actividades desde estas personas y sus propios requerimientos.

 

Su mensaje era un llamado a la inclusión de todos los hombres no sólo a nivel religioso sino también social. Tenía discípulas cuando en aquella época se infravaloraba a tal punto que se les impedía el acceso a la Palabra de Dios. Comía con publicanos y pecadores, se acercaba a borrachos y ladrones, tocaba a los leprosos, estaba con los niños. Todos los criterios religiosos de su época que excluían a ciertas personas por su actuar o condición fueron cuestionados por Jesús.

 

Lamentablemente la comunidad creyente, que se ha ocupado de tantas maneras de los excluidos, no siempre supo ni sabe discernir formas de pensar que excluyen a ciertas personas del acceso a la vida ordinaria.

 

Es cierto que hubo iniciativas que buscaron desarrollar la investigación, la rehabilitación y la aparatología a fin de promover su desarrollo integral.

 

La inclusión implica justamente que toda la sociedad, sus organismos, ambientes y actividades se piensen de tal manera que permitan la presencia y el actuar de todas las personas según sus posibilidades. Esto lleva a que la sociedad y la Iglesia se replanteen su organización porque ellas se estructuraron para cierto tipo de personas. También la comunidad cristiana no siempre ha tenido en cuenta a esta población.

 

El Documento de la Santa Sede con motivo al año internacional de las personas con discapacidad (1981) afirmó que dado que la persona con discapacidad es “un sujeto con todos sus derechos, se le debe facilitar la participación en la vida de la sociedad en todas las dimensiones y a todos los niveles accesibles a sus posibilidades”.

 

Durante la Jornada de las personas con discapacidad del Jubileo del Año 2000 el Papa Juan Pablo II propuso: “…una mentalidad abierta a la integración social. Esa mentalidad promueve un estilo de convivencia en el que las personas se reconocen sobre la base de la misma dignidad, sin pietismos ni asistencialismos. Ya se han dado muchos pasos en esta dirección. En efecto, esta jornada quiere reafirmar que es posible una sociedad solidaria, si se aprende a reconocer y encontrar en el otro, ante todo y siempre, a la persona.”

 

“En nombre de Cristo, la Iglesia se compromete a ser para ustedes cada vez más "casa acogedora". Sabemos que el discapacitado ―persona única e irrepetible en su dignidad igual e inviolable― no sólo requiere atención, sino ante todo amor que se transforme en reconocimiento, respeto e integración...”

 

El Papa Francisco en el Congreso para personas con discapacidad organizado por la Conferencia Episcopal Italiana (11-6-2016) dijó: “En la Iglesia, gracias a Dios, se cuenta con una difundida atención a la discapacidad en sus formas física, mental y sensorial, y una actitud de general acogida. Sin embargo, a nuestras comunidades aún les cuesta practicar una verdadera inclusión, una participación plena que al final llegue a ser ordinaria, normal. Y esto requiere no sólo técnicas y programas específicos, sino ante todo reconocimiento y acogida de los rostros, tenaz y paciente certeza que cada persona es única e irrepetible, y cada rostro que se excluye es un empobrecimiento de la comunidad.”

 

“También en este ámbito es decisiva la implicación de las familias, que piden ser no sólo acogidas, sino estimuladas y alentadas. Que nuestras comunidades cristianas sean «casas» donde el sufrimiento encuentre compasión, donde cada familia con su carga de dolor y fatiga pueda sentirse comprendida y respetada en su dignidad. Como expresé en la exhortación apostólica Amoris laetitia, «la atención dedicada tanto a los migrantes como a las personas con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque ambas situaciones son paradigmáticas: ponen especialmente en juego cómo se vive hoy la lógica de la acogida misericordiosa y de la integración de los más frágiles» (n. 47).”

 

En el mensaje con motivo del Día Internacional de las personas con discapacidad del 2020 afirmó: “…una primera «roca» sobre la que se deba edificar nuestra casa es la inclusión. Aunque a veces se abusa de este término, sigue siendo actual la parábola evangélica del Buen Samaritano (cf. Lc. 10,25-37). De hecho, a menudo nos encontramos en el camino de la vida con personas heridas, que en ocasiones llevan precisamente los rasgos de la discapacidad y la fragilidad. «La inclusión o la exclusión de la persona que sufre al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo» (FT, 69).

 

La inclusión debería ser la «roca» sobre la que las instituciones civiles construyan programas e iniciativas, para que nadie quede excluido, especialmente quienes se encuentran en mayor dificultad. La fuerza de una cadena depende del cuidado que se dé a los eslabones más débiles.

 

…Que las comunidades parroquiales se comprometan a que se desarrolle en los fieles el estilo de acogida hacia las personas con discapacidad. Crear una parroquia plenamente accesible requiere no sólo que se eliminen las barreras arquitectónicas, sino que los parroquianos asuman sobre todo actitudes y acciones de solidaridad y servicio hacia las personas con discapacidad y hacia sus familias. El objetivo está en que lleguemos a dejar de hablar de ‘ellos’ y lo hagamos sólo de ‘nosotros’.”

 

Justamente la comunidad cristiana es fruto de la acción del Dios Uno y Trino en los creyentes: El Padre por el Hijo en el Espíritu Santo nos entrega mutuamente. De esta manera cada persona es un don para el otro. Así la Iglesia es movida continuamente a no ser simple agregación, reunión o congregación, es más, sino es comunión. El Espíritu Santo convoca a la entrega de la diversidad, de la individualidad, de la particularidad de cada uno a todos. Ella es llamada a la comunión en la diversa igualdad de cada persona. Él llama a sus miembros enriquecidos con innumerables dones a compartirlos para el bien de todos.

 

Jesús convoca a los hombres a amarse como Él nos ha amado, como amigos que se regalan la vida. Esta unión es plenitud de entrega ya que los amigos viven el uno en el otro, son espacio vital mutuo. Los hombres son invitados a verse admirativamente como Dios que vio que su obra era muy buena y así las personas al contemplarse se reconocen mutuamente en la positividad de la diferencia de su novedad que nadie conoce totalmente.

 

Por este motivo todas las personas tienen que poder encontrar en la Iglesia los medios adecuados para participar en ella, en todos sus ambientes y actividades. En la Iglesia no se debe valorar a las personas como aptas y no aptas para participar en ella. No se les debe exigir adecuarse a los criterios culturales que los miembros de las comunidades tienen. Importa cada persona por sí misma, por ser hija de Dios, por su propia dignidad.

 

Como seguidores de Aquel que asumió la condición humana dejando de lado su condición divina, la comunidad cristiana tiene que preguntarse si está dispuesta a realizar todos los ajustes necesarios para que las personas con discapacidad desde su propia diversidad puedan participar en la vida de la Iglesia. Si esto no se logra la comunidad eclesial será para algunos, para los que son considerados capaces de responder a ciertas exigencias. Ahora ¿cómo se condice esto con el anuncio de Jesús que vino para que todos los hombres lleguen a ser hijos de Dios (Jn.1,12)? ¿Cómo concuerda esto con Aquel que anunció la Palabra a cada uno según podía comprender (Mc.4,33)  y que revelo sus misterios a los cortos de mente y no a los doctores de la Ley (Mt.11,25-30)?

 

­Por lo tanto, las comunidades cristianas están llamadas a comprometerse con todas las personas y a exigirse a sí mismas transformaciones intrínsecas para que ellas puedan participar activamente. Así como Jesús cuestionó la actuación de las comunidades religiosas de su tiempo que excluían a muchos y en particular a las personas con deficiencia o con enfermedades, aquellas tienen que preguntarse si existen restricciones en su interior que excluyen a estas personas o que les impiden recibir adecuadamente la Palabra de Dios y los sacramentos de manera activa y fructuosa y participar junto con los demás cristianos de la vida comunitaria y misionera.

 

La inclusión debe ser total e incondicional para que sea tal. Para que ella sea una realidad en la vida cotidiana de las comunidades eclesiales, debe darse una renovación en la mentalidad y en los sistemas organizativos que se han cargado de tradiciones que no han sido puestas en crisis desde la nueva manera de comprender la realidad de las personas con discapacidad. Se necesita una valoración seria de la diversidad de cada individuo que expulse los prejuicios negativos y lleve a adecuar toda la vida comunitaria y edilicia desde él mismo.

 

Las comunidades eclesiales deben promover que las personas con discapacidad participen activamente. Ellas mismas en primer lugar, o sus familiares o quienes los representen, cuando no lo puedan hacer por sí mismas, deben ser consultados a fin de poder hacer realidad ese logro.

 

Estas personas, como las demás, deben ser tenidas en cuenta tanto como destinatarias de los diversos emprendimientos que se dan en la vida de la Iglesia como responsables de su ejecución. Sobre esto se refiere tan acertadamente el Documento de la Santa Sede de 1981: “… se le instará a que no se reduzca a ser solamente un sujeto de derechos, habituado a gozar de los cuidados y de la solidaridad de los demás, en actitud de mera pasividad. No es solamente uno al que se le da; debe ser ayudado para que se convierta en uno que da a su vez y en la medida de todas sus propias posibilidades. Un momento importante y decisivo en su formación habrá sido logrado cuando haya adquirido conciencia de su dignidad y de sus valores y se haya dado cuenta de que se espera algo de él, y que también él puede y debe contribuir al progreso y al bien de su familia y de la comunidad. Debe tener de sí mismo una idea realista, es cierto; pero no menos positiva; haciéndose reconocer como persona en condiciones de asumir responsabilidades, capaz de querer y colaborar.”

 

La inclusión en la vida ordinaria de la Iglesia implica que ellas sean protagonistas, sujetos activos, donde deseen y con el modo que decidan hacerlo. Esto obliga a replantearse una mentalidad  que sólo ve en estas personas a alguien que requiere servicios, ayuda especializada, que reduce su presencia a ciertos espacios o actividades diseñadas especialmente, que las valora por considerarlas buenas, angelicales y queridas por Dios por su situación.

 

La actitud inclusiva, que Jesús tuvo y de la que el Papa Francisco hace referencia, implica respeto y valoración de cada persona tal cual es y capacidad de caminar junto a ella como un igual, su voz debe ser escuchada, su perspectiva comprendida y su ritmo y capacidad aceptados y sumados a la tarea común en ámbitos y propuestas adecuados a sus requerimientos.

 

Es conveniente aclarar que tomar medidas para superar las restricciones no asegura que haya una mentalidad inclusiva en el seno de la comunidad y en la de cada miembro. Para esto es necesario realizar una seria reflexión sobre los criterios existentes y la consideración de cada persona desde sí misma, porque lamentablemente el espíritu que excluye es muy fino y silencioso, se esconde bajo razones entendibles, y formas de mirar, de pensar, de hacer, de escuchar, de “normalidad” y de buena voluntad. Por eso es muy importante la participación principalmente de las propias personas con discapacidad y, aunque no excluye lo recién dicho, de personas conocedoras de esta realidad.

 

Si bien hay que evaluar la generación de servicios para responder a sus necesidades, hay que evitar que se reduzca su presencia a estos emprendimientos o algunas áreas de la vida eclesial (catequesis, liturgia, oración, etc.).

 

Siguiendo el ejemplo de Jesús y de la comunidad primitiva conformada por diversos miembros sin distinciones, es necesario que la Iglesia lleve adelante gestos que anuncien y hagan efectiva la liberación que el Evangelio trae de los prejuicios estigmatizantes, discriminatorios y marginadores que existen en el corazón de las personas y en las estructuras sociales.

 

La decisión al tomar medidas para hacer accesibles integralmente a las comunidades las ponen claramente en la disyuntiva sobre qué es lo más importante: el hombre o el edificio.

 

Con cuanta facilidad se olvida la afirmación que transmite el Evangelio de Marcos (4,33): “Jesús anunciaba la Palabra a cada uno según podía comprender.” Él no tenía una palabra para unos y otra para otros, lo que el Señor hacía era adecuarse a su manera de comprender para anunciar la única Palabra a todos.

 

Esto se ve expresado en el n°146 del Directorio Catequístico de 1997: “Queriendo hablar a los hombres como a amigos, Dios manifiesta de modo particular su pedagogía adaptando con solícita providencia su modo de hablar a nuestra condición terrena. Eso comporta para la catequesis la tarea nunca acabada de encontrar un lenguaje capaz de comunicar la Palabra de Dios y el Credo de la Iglesia, que es el desarrollo de esa Palabra, a las distintas condiciones de los oyentes; y a la vez manteniendo la certeza de que, por la gracia de Dios, esto es posible, y de que el Espíritu Santo otorga el gozo de llevarlo a cabo. Por eso son indicaciones pedagógicas válidas para la catequesis aquellas que permiten comunicar en su totalidad la Palabra de Dios en el corazón mismo de la existencia de las personas.”

 

El desafío de la evangelización en cada tiempo histórico es que todos los individuos gocen de lo que Cristo nos ha conseguido: “… por Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef. 2,18). El acceso libre va contra toda restricción que impide vivir de manera autónoma. Todo impedimento o barrera, fruto de los estrechos criterios humanos, que impide a una persona con discapacidad acceder a los dones del Padre en el Espíritu que Jesús nos ha dado, debe ser removido para que toda persona desde su diversidad acceda a ellos y sea, si así lo desea, un activo protagonista en la misión de la Iglesia.

 

Es importante considerar que las respuestas, que con buen espíritu surgieron en un momento determinado de la Iglesia, pueden volverse contra el mismo hombre a quien buscaron servir, porque han cambiado las circunstancias que dieron origen. La concreción del amor al prójimo y el servicio a los hombres debe ser reevaluado continuamente desde la persona que experimenta un desarrollo, nuevas necesidades y transformaciones en su entorno.

 

Se deben analizar todas las estructuras y las formas de pensar desde la perspectiva del respeto a la dignidad del ser humano. El modo de comprender el Evangelio en cada época y las estructuras que buscan hacer llegar el mismo a la gente deben evaluarse con la luz que el Espíritu Santo regala continuamente y con la voz de los hombres que expresan necesidades humanas o dimensiones olvidadas o no descubiertas. La limitada comprensión del Evangelio y de los problemas humanos no deben oscurecer la luz que el Señor trajo a nuestras vidas. Hay que evitar que las tradiciones de una época encierren la luz de vida que el Evangelio ofrece.

 

  • Algunas apreciaciones puntuales

 

  • Se suele incluir la preocupación por las personas con discapacidad desde la pastoral de la salud, pero por lo dicho queda claro que no corresponde exclusivamente a ella.

 

Sobre esto dice de manera muy acertada el documento de la Arquidiócesis de Madrid: “Tradicionalmente la pastoral con personas con discapacidad se ha abordado desde la pastoral de la salud. Esta decisión, sin cuestionar la buena voluntad que la sustenta, es una situación que ha tenido dos consecuencias fundamentales: la primera, se ha desdibujado la realidad de la discapacidad, la cual no es una enfermedad en sí, a pesar de que muchas veces ambas concurran juntas; la segunda, ha provocado un sentimiento de incomprensión en las personas con discapacidad, quienes no se sienten reconocidas en su singularidad...”

 

  • Se incluyen personas, no diagnósticos ni deficiencias ni discapacidades

 

La persona no puede ser reducida a un diagnóstico ya que ella es más que este, como tampoco a una deficiencia o discapacidad.

 

La persona, en diálogo con Dios y la realidad eclesial y social, es quien define el lugar donde desea participar en la Iglesia y los caminos adecuados para lograrlo.

 

No hay un lugar predeterminado para las personas con discapacidad. Como las demás personas, ellas también deciden dónde vivir su compromiso en la Iglesia y en la realidad social.

 

Ellas deben encontrar todas las oportunidades que les permitan su libre participación, de no ser así se reducirá su presencia en los ámbitos que otros consideran que pueden estar.

 

  • Transvesalidad de la realidad de las personas con discapacidad

 

Las personas con discapacidad son niños, jóvenes, adultos, casados o solteros, consagrados, ministros ordenados, trabajadores, estudiantes, deportistas, pueden estar rehabilitándose o realizando tratamientos para su salud, son creyentes o no, en situación de pobreza, etc. En síntesis, están presentes en todas las realidades humanas y, por lo tanto, todos los ámbitos de la actividad eclesial deben tenerlas en cuenta.

 

Los requerimientos particulares debidos a sus necesidades o intereses deberán ser asumidos en las diversas dimensiones de la pastoral.

 

Esto no implica que no haya ciertas actividades dirigidas particularmente a ellas dadas las necesidades e intereses específicos que presenten y que según sus requerimientos implicarán determinadas dinámicas, ritmos y adecuaciones o quizás contar con la participación de agentes de pastoral o profesionales especialmente capacitados.

 

Dado que esta tarea implica una toma de conciencia en la comunidad eclesial es conveniente contar con un equipo formado por personas con discapacidad y agentes entendidos en esta realidad que ayuden a promover su inclusión en las diferentes dimensiones de la vida eclesial.

  • Anuncio profético hacia adentro y hacia fuera de la Iglesia

 

Así como la Iglesia suele denunciar situaciones de injusticia que experimentan determinadas personas en la vida cotidiana, también es importante que haga conocer las realidades injustas que sufren las personas con discapacidad. Generalmente las mismas son desconocidas por los pastores y agentes de pastoral y, por lo tanto, no suelen estar presentes en las intervenciones que la Iglesia realiza cuestionando la realidad social y política.

 

También en el seno de la comunidad cristiana las personas con discapacidad enfrentan situaciones que no respetan su condición y sus derechos. Ella debe juzgarse a sí misma las mismas.

 

  • Revisión del lenguaje usado en la Iglesia

 

La cuestión de la terminología para referirse a estas personas no es una moda, sino que ella expresa la valoración que se tiene sobre ellas y la concepción sobre su condición. Por eso es importante que se analice la manera que en la vida ordinaria y en los documentos eclesiales se hace referencia a estas personas y sus requerimientos.

 

  • Algunas conclusiones

 

Jesús vino para trabajar con los hombres en la eliminación de las restricciones que impiden su participación en las diversas dimensiones de la vida generadas por los prejuicios presentes en las personas y en su manera de concebir la vida. Él envió su Espíritu para transformar el corazón duro que es incapaz de recibir a cada persona con su particularidad.

 

Esta tarea debe poder realizarse también en la Iglesia ya que no está libre de prejuicios.

En Pentecostés el Espíritu Santo unió a los hombres de diversas lenguas. Ese es el actuar de Dios que quiere que todos los hombres se integren. Para el Dios uno en tres Personas la unión de la humanidad es la comunión de la diversidad de las personas. Él viene a provocar la paz que es fruto de la integración de todos los hombres y que transforma la desolación que existe en el mundo, fruto de la lejanía de los hombres entre sí.

La real participación de todas las personas en la vida ordinaria de la Iglesia es fruto de la fuerza renovadora de Aquel que convocó a todos a su mesa y de la acción del Espíritu Santo que hace reconocer que todos los individuos son dones para la construcción de la comunión humana.

La unión de las personas provocada por Dios es su bendición para el mundo porque así los hombres ponen en común los dones con que Dios los ha enriquecido: “¡Qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos! Allí el Señor da su bendición, la vida para siempre” (Salmo 133).

 

Toda actividad en la Iglesia debe tener conciencia de que las personas con discapacidad deben poder encontrar oportunidades para participar en ella de manera ordinaria.

 

La capacidad de inclusión de cada persona desde su diversidad es una actitud de toda la vida de la Iglesia.

La Iglesia tiene que valorar las acciones específicamente dirigidas a las personas con discapacidad como parte de su dinámica ordinaria y desarrollar propuestas abiertas a todos los individuos.

 

Los miembros de la Iglesia en su tarea tienen que evitar que los muros que separaban a los hombres y que Jesús derribó, vuelvan a ser levantados. Seguramente no es lo que se quiere, pero es lo que fácticamente puede suceder cuando se generan espacios específicos.

 

La comunidad cristiana junto con las mismas personas con discapacidad o con quienes conocen su realidad tiene que evaluar seriamente qué impedimentos existen tanto a nivel como en sus actitudes para con estas personas.

 

Es importante contar con los recursos materiales y humanos que respondan a las diversas formas de comunicación y de acceso al material escrito y oral que se suele usar en la Iglesia.

 

Detectar la representación negativa o prejuiciosa que se tiene en cada comunidad eclesial de las personas con discapacidad incluso en propuestas que buscan promover su inclusión.

 

Pbro. Pablo A. Molero (Noviembre 2022)

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